Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XII


El cacique de Apalache, siendo tullido, se huyó a gatas de los españoles



Con gran contento y común regocijo se habían puesto a reposar y descansar nuestros castellanos, capitanes y soldados, entendiendo que el día venidero habían de volver a su capitán general con victoria y triunfo de llevarle todos los indios principales de aquella provincia reducidos a su amistad y servicio, con que todos pensaban quedar en paz y descanso, cuando se hallaron burlados de sus imaginaciones porque, luego que amaneció, se vieron sin el cacique y sin indio alguno de los pocos que con él habían ido. De lo cual admirados, se preguntaron unos a otros qué se hubiese hecho, y todos respondían que no era posible sino que el indio hubiese conjurado los demonios y que ellos lo hubiesen llevado por los aires, porque, según las centinelas afirmaban, no había habido descuido alguno por do el cacique pudiese haber huido.

Mas la verdad del hecho fue que los castellanos, así por el cansancio de la jornada larga del día pasado, como por la confianza que la amistad y buenas palabras de Capasi y del impedimento y lesión de su persona habían tomado, se descuidaron y durmieron las centinelas y no centinelas. El curaca, reconociendo el sueño y la buena ocasión, se atrevió a hurtarse de ellos, y lo puso por obra saliéndose a gatas por medio de las centinelas, y sus indios, que no dormían, antes andaban en asechanza de los españoles, topando con él, se lo habían llevado a cuestas, y fue merced que Dios hizo a los cristianos que no volviesen los infieles a degollarlos porque, según la ferocidad de ellos y el sueño de los nuestros, pudieran hacerlo muy a su salvo. Mas contentáronse con ver a su señor libre del poder de los castellanos y, porque no volviese a él, procuraron ponerlo a mejor recaudo que antes estaba y así lo llevaron donde entonces ni después nunca más pareció.

Los dos capitanes, que por su honra callamos sus nombres, y sus buenos soldados hicieron grandes diligencias por aquellos montes buscando a Capasi como a fiera, mas, por mucho que lo trabajaron todo el día, no hallaron rastro de él, porque mal se cobra el pájaro que se escapa de la red.

Los indios, habiendo puesto en cobro al curaca, salieron a los cristianos y les dijeron mil afrentas y denuestos, haciendo burla y escarnio de ellos y, sin hacerles otro enojo, que no quisieron pelear con ellos, los dejaron volver a su real, donde llegaron bien corridos y avergonzados de que un indio, que tan encomendado habían llevado, se les hubiese huido y escapado a gatas. Al general y a los demás capitanes dijeron mil fábulas en descargo de su descuido y en abono de su honra, certificando todos que habían sentido aquella noche cosas extrañísimas y que no era posible sino que se había ido por los aires con los diablos, porque de otra manera juraban que era imposible según la buena guarda que le tenían puesta.

El gobernador, ya que vio el mal recaudo hecho y que no había remedio en él, por no afrentar aquellos capitanes y soldados, se dio por persuadido de lo que le decían y les ayudó con decir que los indios eran tan grandes hechiceros que podían hacer mucho más que aquello; empero, no dejó de sentir el descuido que habían tenido.

Volviendo a los treinta caballeros que dejamos trabajando en pasar el caudaloso río de Ocali, decimos que los que se ocupaban en cortar la madera en breve tiempo hicieron la balsa, porque para semejantes necesidades iban prevenidos de hachas y cordeles, y la echaron en el agua con dos cordeles largos, con los cuales la llevasen y trajesen de una parte a otra del río, y dos buenos nadadores llevaron uno de los cordeles a la otra ribera. Todo esto tenían hecho los españoles cuando los indios de Ocali, con gran ímpetu y vocería, llegaron cerca del río con ánimo y deseo de matar los cristianos.

Los once caballeros que salieron de la otra parte del río se pusieron al encuentro y cerraron con ellos con tanta determinación y denuedo, alanceando los primeros que toparon, que los indios no osaron esperarles porque la tierra era limpia de monte bajo y alto y los caballeros eran señores del campo, por lo cual se retiraron e hicieron a lo largo, contentándose con tirarles muchas flechas desde lejos.

Los cuatro caballeros que estaban de estotra parte del río, donde había menos enemigos, acudían los dos el río abajo, y los otros dos el río arriba, porque de estas dos partes venían los indios; deteníanlos con sus arremetidas para que no llegasen donde la balsa andaba. La cual, entretanto que los de a caballo le defendían la una ribera y la otra, hizo cinco viajes. En el primero llevó los capotes de los once caballeros que estaban de la otra parte del río, que los pedían a grandes voces porque un viento norte que se había levantado, tomándolos mojados, no con más ropa que las camisas y las cotas de malla encima, los helaba de frío.

En otros cuatro viajes, pasaron las sillas y frenos y las alforjas y los compañeros que no sabían nadar, que eran pocos, porque los que sabían pasaban nadando por no perder tiempo echando más viajes con la balsa de los que no pudiesen excusar y, como iban pasando, así iban saliendo al llano en socorro de los que en él andaban resistiendo a los enemigos que de hora en hora crecían. Solamente quedaban dos españoles para tirar de la balsa y recibir lo que en ella iba.

Para el último viaje quedaron de esta parte del río sólo dos; el uno fue Hernando Atanasio y el otro Gonzalo Silvestre. El cual, entre tanto que el compañero echaba su caballo al agua y entraba en la balsa, salió a detener los enemigos y, habiéndolos retirado una buena carrera de caballo, volvió a todo correr para entrar en la balsa donde le esperaba el compañero y, sin quitar silla ni freno al caballo, lo echó al agua y él entró en la balsa habiendo desatado el cordel que tenía atado en tierra.

Por prisa que los indios se dieron en venir a flechar los castellanos, ya ellos iban a medio río fuera de peligro por la mucha diligencia que los compañeros de la otra parte habían puesto en tirar de la balsa. Los caballos, como los echaban en el agua, así pasaban de muy buena gana sin que les hiciesen fuerza ni los guiasen, que parecían reconocer el mal que los enemigos les deseaban hacer y, como si fueran racionales, así acudían a obedecer lo que les mandaban sin rehusar el entrar y salir doquiera que los metían, que para los españoles no era poco alivio, y aun de ellos tomaban ejemplo para acudir con mayor prontitud al trabajo viendo que las bestias no lo rehusaban.